Un cuentito que escribi durante mis peripecias eurpoeas:
« Vende penas », respondió a Marco su madre, rápidamente retirando de su campo de visión a la inmensa mujer. Fue entonces que el pequeño pensó que las aves habían querido muchas, porque no cantaron ni siquiera cuando el muriente sol de atardecer les volvió rojas las plumas que llevaban siendo grises todo el invierno. Un invierno cuya duración ya superaba por mucho a sus iguales de tiempos más prósperos. Castigando con su despiadado frío, había ya terminado con el sustento de todo aquel pueblo, en el que Marco ahora andaba junto a su madre, sin poder liberar el pensamiento atrapado en su memoria de esa bestial señora.
Y si las aves no cantaban, era seguro que el pueblo de Marco y su gente tampoco lo hacían. Mas bien llevaban años sin despertar de la desesperanza que los tenia pasmados en un estado de completa hibernación de voluntad. El pueblo en que vivían era muy pequeño, con no más de noventa casas que en su mayoría estaban reconstruidas de antiguas ruinas y habitadas por una o dos personas. Todos sumergidos en sus propios intereses, pasando por alto el detalle de que todos sufrían como ellos. Pero Marco no se fijo en los nuevos deslaves sobre del mercado, mucho menos sus ojos y oídos prestaron atención al lejano resplandor que ilumino con oscura ironía la región de la resistencia, antes de imponer el estruendo implacable que recurrentemente recordaba a los vivos que la guerra aun los tenia subyugados. No, Marco no pensó en eso ni en nada además de la mujer que decían cambiaba penas por dichas.
Al momento de llegar al refugio de rocas que llamaban casa su madre se desplomo en llanto, llorando como siempre lo hacia desde que nació Marco, hacia 8 años. “Una perdida de tiempo andar naciendo en estos tiempos”, le dijo mas de una vez. Sin saber que pertenecía también ella a una de las tantas generaciones nacidas bajo el interminable manto del conflicto. El conflicto por su parte, había nacido hacia ya varias décadas, se hablaba de siglos, cuando los vivos aun disfrutaban estarlo y los muertos rara vez eran envidiados. Sus padres, hasta donde el sabia, habían pasado mas de nueve meses huyendo, ocultándose en cañerías, en bosques, y cuando se terminaron las selvas y las ciudades siguieron escondiéndose en ruinas y bajo rocas. Y por esta conducta nómada sintieron una nostalgia perdida en sus orígenes milenarios. Alimentándose de lo que desenterraban, y de lo que los pocos les intercambiaban. Vivian como todos, sin desearlo, sin conocer otra opción además de ese molesto instinto que los obligaba a sobrevivir.
Nunca conocieron la religión, hacia mucho ya que los últimos habían dejado de revolcarse en los extintos charcos de la esperanza. En consenso decidieron que el dios del que les habían hablado no era más que cualquier fantasía de infante. No era una opción viable para solucionar nada. No concebían posibilidad de que ese ser omnipotente fuera capaz de permitir tal cantidad de estragos y daños en su creación, y cualquier otro dios que se fundase en tal crueldad era indigno de la más ínfima mención. Era para ellos una preocupación menos en esa estancada guerra. Guerra en la que seguían luchando igual que como seguían viviendo, por pura costumbre. Un círculo vicioso que les daba razones y recursos para encontrar la temprana y añorada muerte. Era, seguramente, el ocaso de la humanidad.
Mientras tanto, la madre de Marco vio que era cuestión de minutos la llegada de la medianoche. Marco, por su parte, seguía distraído, amarrando a su pensamiento el recuerdo de aquella prominente dama que contrastaba con la languidez de los tristes escombros de personas que seguían respirando. Su madre maldecía el día en que el padre de Marco había tomado el rifle y había partido hacia occidente lleno de ideas y de vida. “Quizás había esperanza después de todo”, pensó en ese momento la madre de Marco. Lo regresaron muerto, a los tres días. Nunca su vida fue lo mismo, vivía acosada por los hombres del poblado, hombres que años antes habían recibido a la pareja junto con sus mujeres e hijos en un ambiente de falsa solidaridad. No había solidaridad, e incluso esta era inútil. Ahora ella vivía de su cuerpo, resistiendo embates y acosos de los miserables que no tenían en ellos más que el natural anhelo de satisfacción que tanto los aquejaba.
Les habían llenado la cabeza de ideas de resistencia y libertad para mandarlo a el al campo de batalla. La última generación de real resistencia nunca tuvo claro contra que resistía. Contra un enemigo que era amorfo, ni siquiera tuvieron un indicio de quien les reprimía y ahogaba en sus ataques precisos. En el que parecía que no se libraba batalla alguna, sino solo carnicería de inocentes. Años después llegaría a la madre de Marco la certeza de la sorprendente inexistencia de un enemigo. El poblado, poblado que habían encontrado días después del nacimiento de Marco, rodeado de una región en la que ataques sucedían con una regularidad metronómica, era, aunque no lo sabían, el único reminiscente de vida humana en el planeta. Sociedades muy antiguas habían ostentado vidas llenas de lujo y esplendor, separándose del resto del mundo por una barrera de actividad bélica mecanizada. Ciertos errores habían llevado a estos a la extinción, y a los otros, a la creencia de que luchaban contra algo. Al principio fue entre ellos, mucho después se exterminaron casi por completo.
Marco no dejo en toda la noche de pensar en la opulenta mujer. No sabía aun que parte de su vida vendría a formar esa señora. Pudo pensar en otra cosa cuando entro deslizándose por entre los viejos ladrillos que formaban su pared una legión de partículas de colores infinitos que lo saco de su penosa realidad y le hizo ver su alrededor y su pasado como un largo sueño. Supo que no existía la guerra, ni el poblado; se vio en otra época, como un quijote contrariado y se entendió a si mismo como otra persona. No era Marco, ni tenia ocho años. Decidió cambiarlo todo, en fin, la falsedad de esa vida lo hacia inmune a toda muerte. Tomo el viejo rifle de su padre y salio de su casa, midiendo en su mente un metro de mas y pesando lo que un hombre plenamente desarrollado. Fue castigando a todos, matando a sus vecinos de uno por uno, sin tomar en cuenta ningún parámetro de discriminación. Sus motivos lo arrastraron tan lejos que los perdió de vista. Llevaba poco menos de medio centenar cuando llego a la puerta de la mujer. Se atasco en quietud, pero sus adentros inquietos ante la solemnidad de la mirada de la mujer. Por unos segundos no sucedió nada, hasta que Marco, aceptando nuevamente su identidad fantástica, soltó el rifle, desplomándose en el suelo por los ataques de una turba enfurecida que lo apedreaba sin clemencia por su crimen que para ellos era pecado. No hizo sonido durante los pocos segundos que duró el ataque, dándose cuenta que después de todo no era un sueño, y que esta vez, la muerte era verdadera.
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