Silencio

No es muy probable que este escrito llegue a las manos de alguien, si lo fuera no lo estaría escribiendo. ¿Hace ruido la caída de un árbol en lo remoto del bosque si no hay un alma que la escuche? Esta es una confesión que pienso lanzar al abismo. Abandonarla en el anonimato del silencio eterno, condenada a desaparecer. Es mi justificación. Una explicación de hechos que no van a rondar por mucho tiempo, pero que han determinado el resto de mi vida. Me disculpo ante el lector curioso (como si el olvido fuera curioso) si me dilato en la narración de esos eventos. Los relatare todos a su debido tiempo.

Ser sordomudo no es agradable. Carajo, si esto es una maldición es porque no hay lado bueno. No soy de esos que se sienten orgullosos de haber superado su discapacidad. Aunque algún tiempo esto no fue totalmente cierto: durante gran parte de mi juventud era un ávido fanático del lenguaje de señas. Al fin y al cabo era la mejor manera de comunicarme en las instituciones en las que viví toda mi vida. Residencias escolares (que más bien parecían manicomios para miserable) a las que fui enviado para garantizarme la maldita educación. Después de un tiempo, naturalmente, me resultaba desgastante comunicarme con tanto movimiento. Si hablar fuera doloroso la gente cuidaría mucho sus palabras. Este desencanto con el lenguaje del sordomudo me forzó a buscar alternativas. Soy algo bueno leyendo labios, y durante años cargué con una libreta y una pluma, al fin y al cabo mucha más gente lee letras que la que conoce los gestos del sordo. Hace ya mucho que perdí todo mi interés por comunicarme. Bastante aburrido, pensaría el lector. No es así. Les garantizo que hay suficiente ruido dentro de cualquier mente humana para esquivar el aburrimiento.

En algo así pensaba cuando sonó la puerta, varios golpes. No que yo los hubiera notado, pero el visitante los dio de todas maneras hasta percatarse su ingenuidad. Abrió la puerta y entró. No tuve opción que recibirlo. Quite los platos sucios del único sillón que tengo y lo hice sentarse. No lucia cómodo. Le ofrecí café. Se lo bebió como si llevara días enteros sin beber algo. Estaba muy inquieto. No sabía lenguaje de señas y yo no estaba de humor para leer labios, así que lo hice escribir en una libreta que encontré debajo de unas toallas sucias. Misma libreta en la que escribo esto ahora.

Rara vez salgo de mi departamento, pequeño y muy desordenado. Como si el ruido que jamás pude sentir lo sustituyera con caos, con suciedad, y con la superposición de miles de pensamientos que inundan, o mejor dicho que corren unos detrás de otros; y otros en sentido contrario; y otros que solo dan vueltas sobre los anteriores; y otros que aparecen y desaparecen y nunca más vuelven a aparecer. Me han llamado loco. Yo me siento como una esas células que forman las costras. Se llaman trombocitos, o plaquetas. Plaquetas me gusta más. Aunque trombocitos da una idea más clara de lo específica que su misión. Se dedican a vagar por las corrientes sanguíneas, sin realizar ninguna función en particular, salvo mantenerse vivas. Cuando detectan una herida, se adhieren a ella para evitar que las otras células pierdan su rumbo, salgan al exterior y mueran, como diques. Eso hace la gente como yo, somos costras que tratan con todo lo que viene de afuera, amenazante. Vagabundos, artistas, suicidas: protectores de la sanidad y del sentido común. Nos enfrentamos a la locura, sacrificando alternativas, en silencio, para que la sociedad pueda seguir su curso. Sin nosotros como parámetro, las personas tendrían que recurrir a sus interiores, buscar en ellas mismas. Si lo hicieran hallarían cosas terribles.

Basta de eso y volvamos al relato. El hombre venía con noticias de mi familia. Una noticia para ser exactos. Mi madre había muerto. Intenté en vano obtener más detalles. El hombre no sabía nada. Solo soy un mensajero, escribió. Ahora, no es que yo dedicara mucho de mi tiempo a recordar pensar en mi madre. Ni siquiera la recordaba bien, nada bien. Como he dicho ya, viví toda mi juventud lejos de mis padres. Siempre me sentí más un huérfano que otra cosa. A pesar eso, la noticia de su muerte me causó un gran alivio, tan fuerte como efímero. Esta calma muy pronto se volvió curiosidad. ¿Por qué la muerte de una mujer tan distante a mi llegaba a producirme esa sensación de que toneladas eran retiradas de mi pecho? Como si la causa de todo lo malo que jamás experimenté se desvaneciera, como desintegrándose en el sentido más textual que pueda concebirse. No saque nada más del hombre, que ya con bastante pena me había comunicado la noticia. Decidí dejarlos en paz, a él y al asunto.

Pero no pude, corría el tiempo y aun no podía deshacerme de la duda. La calma que al principio me había invadido (sí, invadido describe perfectamente la repentina y abrumadora llegada de esa paz), se volvió un tormento de incertidumbre. Se volvía imposible silenciar mi mente, no hay sonido que pueda hacerlo en mi caso. Cada minuto se me generaban más cuestiones, nutridas por la más pérfida curiosidad. Suficiente tiempo pasó para que me diera cuenta de que no iba a ser capaz de reprimir lo que sea que me estaba perturbando. No esta vez. Sabía que era algo malo. Una historia de desinterés, o de represión, de maltrato. Llegué a pensar en que tal vez mi madre me había causado esta deficiencia. No desconfié ningún momento de mi corazonada, era demasiado fuerte y ya no podía con ello. Nunca acostumbré beber, pero aquella noche me bebí más de media botella de un extraño licor que mi padre me había regalado en una visita hace varios años.

Lo fui a visitar. A mi padre me refiero. Me disculpo si el lector encuentra la siguiente narración defectuosa. Si es así, entiéndase que mi estado de lucidez estaba muy restringido por el efecto del licor. Haré mi mejor esfuerzo.

Llegue a su casa muy en la madrugada, sin anunciarme de ninguna manera, fiel a mi amado silencio. La puerta no me puso resistencia. Entre sin pausas y proseguí hasta la recamara del anciano. Lo desperté. Lo tome de los hombros y lo agité bruscamente. Hubo gritos, de él (los gritos no los escucho pero los puedo sentir vibrar en todo mi cuerpo). Supongo que yo también grité, o al menos expresé lamentables gemidos, como los de un monstruo en agonía. Trato de dibujarme la imagen que mi padre vio al despertarse: su hijo empapado del rostro y cubierto de vómito, despidiendo un olor a cadáver. No creo entendiera para nada que estaba sucediendo, pero trató de colaborar como pudo. Cuando me hizo saber que no entendía mi conflicto, ahora se que lo decía con una honestidad de los mil demonios. Pero estaba muy nervioso, y eso, pensé yo, era un claro un síntoma de culpa o complicidad. Uno nunca, por más sordomudo que sea, deja de verse en el centro de las cosas. Até a mi padre. Lo golpeé y, podría decirse, lo torturé. Hasta dejarlo inconsciente. Yo buscaba respuestas y no iba a cesar hasta obtenerlas. Cuando despertó lo seguí torturando. Luego yo me dormí. Desperté, sobrio, pero con decenas de resacas atacándome por todos los flancos. Casi vomito al percatarme de mi apariencia. Pero algo había cambiado, ya no sufría. El dolor, la duda y el peso del día anterior se habían retirado. El cadáver de mi padre estaba rígido en su silla, atado incómodamente (eso me pareció). La sirvienta desmayada a un costado. Me encargué de ella, admito que con cierto remordimiento. Nunca fue mi intención terminar con sus vidas, pero tampoco puedo decir que me arrepiento.

Al terminar de eliminar todo mi rastro, deposité ambos cuerpos en la cajuela del auto de mi padre y me fui de la ciudad. Sin saber a dónde ir y sin importarme, porque por fin mi alma encontró sosiego, entre sabanas de silencio. Como si el agua de todos los océanos dejara de moverse. Hasta ahora pienso en el alma, en cómo nos juega pequeñas bromas, haciéndonos confundir sensaciones con sentimientos y sentimientos con recuerdos.

He tenido tiempo para indagar en el motivo de mis actos. He llegado a concluir que todo fue una venganza, intempestiva, para castigar a la gente que destruyó mi silencio. Ese silencio que me había construido, rutinario (la rutina es lo más silencioso de la vida), tridimensional. Ese silencio casi matemático, que está en todas las ecuaciones, multiplicado y dividido de los dos lados, sumado y restado al infinito. Ese espacio entre cada número que no es nada pero que los permite. Esa zona entre cada renglón, y en los bordes de estas páginas, entre estas letras, que puede ser llenado con todos los pensamientos y todas las ideas y todos los juicios, que a fin de cuentas se contrarrestan y neutralizan. Como ácidos y bases. Como electrones y protones. Materia y antimateria. Vida y muerte. Tal vez, incluso, como mujeres y hombres, aun no estoy seguro de esto último. Han pasado varios días, y puedo casi con certeza asegurar que he vuelto a él, tal vez para siempre.

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