Unos caracolitos

Dos pequeños caracoles, nuevos a la vida fresca y clara de la primavera, deslizaban sus cuerpos por el jardín de la señora Harris, platicando de las hojas y de la lluvia. Tenían espirales conchas para soportar a las ultimas, y el alimento abundaba. Charlaban sobre la tierra y los troncos, sobre luces y sombras. Como los ancianos, como los niños, y como todos los vivos hacen.

Supieron desde nacer que ese jardín no era puro, que no eran deseados en esas enredaderas y paredes oscuras. Se ocultaban bajo las sombras de las que tanto hablaban.

La anciana escuchaba el gramófono en su habitación, su perro, pequeño para los ojos de quien lo alimentaba, mantenía una extrema y certera vigilancia sobre aquellos dominios vegetales. Olía, buscaba, mordía. Destrozaba a los ratones y a las ranas, a los caracoles los mataba. Escuchaba, silencioso, fingiendo descansar en su vieja casa, que ya rechinaba. Habían vivido allí muchos antes de el, en otros tiempos, antes, cuando aquella expirante dama había sido una muchacha, antes aun de que el señor Harris se hubiera ido. El jardín era lo único que persistía de aquella primera velada.

Y los caracoles andaban de día, subiendo ocultos por las ramas a los bordes de las bardas donde hallaban un poco de luz y paz. Sabían bien de aquel perro, nunca salían a los muros despejados, los podían ver llenos de manchas y vacias conchas de ancestros y antiguos camaradas. Pero uno de ellos, el mas libre de los dos, soñaba con elevarse en esas paredes marrones, privilegiadas por los rayos más vanidosos del hermano sol. Se veía subiendo hasta aquel techo y esas ramas, a las que nunca habían llegado, pero que siempre miraban. El otro, el serio, no pensaba mas que en sombras y cosas de verdad, sin ideales de paredes marrones, ni luces, ni nada.

Y asi pasaron abril, uno en sus sueños y el otro en el jardín. Charlando de lo mismo y surcando las ya babosas rutas de siempre.

Un amanecer de mayo, mientras el can reposaba taciturno, el pequeño caracol despertó con el sol. Y no vio a su amigo, su hermano, su compañero. Y decidió por fin salir por el camino marrón y libre, lleno de luz y de altura. Apenas broto de entre los arbustos cuando un gran gruñido lo paralizó.

Mientras tanto, su amigo, el serio, el triste, el temeroso, lo veía desde el árbol, con un sollozo y su razón para tragarse, lleno de envidia, teniendo presente su futuro. Y no volvió a charlar de tallos ni de hormigas, ni de nada. No, nunca mas hablar, solo le quedaba escuchar las tristes y aplastantes historias que emanaba aquella ventana y que se repetieron hasta que en el otoño dejo su nada embarrada en las sombras.

1 comentario:

  1. Me gusto. Obviamente creo que lo puedes ampliar un poco mas. Escribes bien wey.

    ResponderEliminar